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¡Oia! me estoy poniendo nerviosa...

Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

El hombre lobo y el mundial de fútbol

Como de tantas otras cosas, no sé nada de fútbol. Sólo me doy por enterada de su existencia cada cuatro años, cuando se desarrolla el campeonato mundial. Y no tengo más remedio que hacerlo, no solamente por la sobreinformación de los medios de comunicación sino por la aparición de radios, y la desaparición de alumnos en los horarios de clase.
Los cursos del ciclo superior desertan en masa, especialmente el día en que juega la selección argentina, pero los más novatos del E.G.B., seguramente por que todavía sus padres están en condiciones de ejercer algún poder, asisten a clase de manera irregular, fragmentada y ociosa, porque intente alguno de nosotros los profesores dar una clase normal mientras transcurre un partido que para ellos es importante y verá lo que ocurre.(Yo no logro aprender cuáles son las circunstancias que hacen que un juego de pelota sea más trascendente que otro, ni puedo explicarme su primordialidad en sí misma... Pero esto es harina de otro costal).
Así es que esos días de campeonato, la escuela luce casi fantasmal, porque también hay profesores que se ausentan para recrearse en sus casas frente a la pantalla que trasmite los encuentros; entonces puede verse deambular por la galería o el patio a pequeños grupos de marginados del festín futbolístico, con algún walkman apretado contra el pecho y los auriculares brotando de las orejas, gritando con relativa energía, goles que pueden llegar a ser de Pakistán, pero, según ellos entienden, resultan convenientes para la performance del combinado nacional.
Pero puede ocurrir que el partido de interés especial (¿?) esté programado para las cinco de la tarde y sean apenas las dos, ¿por qué razón no se podía intentar un acercamiento al impacto demográfico de la conquista en América Central y el Caribe, en lugar de permitir una ensalada rusa sólo porque vinieron pocos?
La Dirección de Educación y Cultura había hecho llegar una circular a cada escuela para que se dieran clases alusivas al acontecimiento deportivo, utilizándolo como elemento motivador para el desarrollo de las actividades habituales. Por supuesto, yo me había negado y que me echaran los galgos para echarme a mí. Mi desdén no sólo tenía que ver con cuestiones ideológicas, que ya sé... a nadie le importan, por lo tanto no voy a desarrollar acá, sino, fundamentalmente, porque ignoro todo lo que se refiera a esa actividad y no tengo la más leve intención de dejar de hacerlo. Realizar un esfuerzo de relación temática con la historia colonial me parecía –y me sigue pareciendo- una verdadera estupidez.
Hablando de estupideces podría agregar que ya hay demasiado fútbol en todas partes y que preservar la escuela de tal contaminación no me parece nada mal. Esto huele al más intenso fundamentalismo, pero alguno me tengo que permitir para poder conservar este medianito estado de salud, siempre tan expuesto, tan en riesgo, en este ambiente en el que me toca trabajar.
Esta salvaguarda de la escuela es, en sí misma, una utopía, (otra estupidez), porque la sala de profesores también estuvo en este período inficionada por tales virus y bacterias que me obligaban a emular a Biondi preguntándome “¿Dónde me pongo?”.
Cierto martes de sonambulismo escolar y deportivo, yo me encontraba en octavo novena con siete alumnos a los que había logrado hacer trabajar, tras una pieza oratoria que debería figurar en una antología junto con las más grandes de Olegario V. Andrade, Alfredo Palacios, Lisandro de la Torre o Leandro Alem. Esta jactancia está plenamente justificada por las circunstancias históricas de mi discurso y los efectos de él derivados que no eran otros que los deseados: mis muchachos estaban trabajando sin radio alguna, escuchando mis explicaciones e interpretando correctamente las consignas para la tarea que efectivamente desarrollaban.
En eso estábamos cuando nos sorprendió un prolongado y lastimero aullido que venía del pasillo. Nos miramos extrañados pero seguimos trabajando cuando el silencio se recompuso. Dos o tres minutos más tarde se repitió el gañido, esta vez con mayor volumen. Los chicos se rieron y yo comencé a orientar mis radares; el sonido venía del fondo a la derecha, rincón que corresponde a la nunca bien ponderada tercera división del octavo año. A la quinta reiteración de la lobuna invocación, salí del aula convertida en una fiera capaz de desafiar al más hechizado de los licántropos.
Mis sospechas se confirmaron, al lado de la puerta de octavo tercera, con las manos en la espalda, un pie en el piso y otro apoyado contra la pared, la cara levantada hacia el cielorraso, vistiendo un largo guardapolvo blanco de enfermero de hospicio público, estaba mi alumno Camilo Piriz Balbuena altamente concentrado en su expresión ancestral.
Me acerqué taconeando mis botas de cazador sanguinario y le grité, previa invocación a Josefina Pasadori, Jean Piaget, François Dolto y otros dioses del olimpo psico-pedagógico:
_ ¡Piriz, ya mismo dejás de aullar y te metés en el aula o te surto!
Reaccionó como el más fiel de los canis familiaris, entró con la cola entre las piernas y yo quise ver que pasaba en su salón, porque en medio de mis alaridos se me ocurrió que podía estar interfiriendo las órdenes de su profesor del curso, que seguramente lo había echado. Afortunadamente no fue así. Abrí la puerta, casi decidida a pedir disculpas y encontré que no había docente alguno y que otro compañero y él eran los únicos habitantes de ese desolado ambiente. El aullador me dirigía una fría mirada de estepa siberiana y su casi par copiaba una tarea concentrada y silenciosamente; seguramente Píriz había salido al pasillo para no inquietarlo con sus urgencias comunicativas.
Salí sin agregar una sola palabra. Regresando a mi propia aula me preguntaba si no estaría frente al fenómeno de una nueva forma de festejar éxitos deportivos. Mis chicos de octavo novena me aseguraron que en esos precisos instantes no se estaba desarrollando ningún partido, ni siquiera de Irán. ¿Insisto en buscar explicaciones? No, mejor lo dejo así.

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