¿Encontrarán algún disfrute los que curioseen este Blog?
¿Tendrá alguna utilidad?
¿Será entretenido?
¡Oia! me estoy poniendo nerviosa...

Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

El terrorista iraní

Miércoles 27 de mayo de 1998

Era una tardecita muy fría. Había oscurecido temprano porque estaba muy nublado. Era mi séptima hora de clase y ya estaba sintiendo el cansancio. Sin embargo, como había logrado “domesticar” este primero octava, me sentía cómoda con ellos a pesar de esta extraña materia[6].
El tema era la Revolución Industrial; a los varones les interesaban las máquinas y a las mujeres la pobreza de los trabajadores ingleses del siglo XVIII. Mi papel consistía en que pudiéramos amalgamar ambas inclinaciones. Dos o tres párrafos de “Oliver Twist” de Dickens comentados tras la lectura del funcionamiento de la máquina de vapor. Los mapas seriados de densidad de población en Londres que evidenciaban su aumento, eran analizados junto a los cuadros estadísticos de incremento de las exportaciones de la industria textil. Lentamente yo introducía la palabra “proletariado” y mencionaba al liberalismo como doctrina económica, preparando imperceptiblemente un debate que sin dudas iba a ocurrir. Previamente era necesario que trabajaran en grupos con todo el material y redactaran un pequeño informe sobre el sistema de fábrica o la situación planteada entre los trabajadores y las máquinas o finalmente, la relación que se desarrollaría entre obreros y patrones.
Iniciaron la tarea sin resistencias mayores, las chicas dirigían las acciones y los muchachos, más cómodos, se limitaban a copiar en sus carpetas lo que ellas sugerían.
De repente, se abrió la puerta y se introdujo por ella un sujeto que yo jamás había visto. No saludó, o tal vez rumió algo que no oí, y portando un tablero de dibujo, se dirigió sin vacilaciones a hacia un banco de cuya propiedad no tenía dudas, a juzgar por su mirada.
La clase pareció ignorarlo, pero conociéndome, lentamente comenzaron a levantar sus cabezas hacia mí.
Se trataba de un adulto de alrededor de treinta y ocho o cuarenta años, de piel algo oscura, gruesa y ajada, arcos superciliares destacados, ojos demasiado próximos entre sí, nariz corta y ligeramente aplanada y pelo muy enrulado de color lacre, amarillo sepiado, ocaso estival, pulpa de melón gota de miel o algo así.
Ocupo todo un párrafo en su descripción pero yo capté su imagen de manera instantánea, en el tiempo suficiente para reaccionar levantando la voz desde el plexo solar y colocándola frente a la cara del intruso que estaba a cuatro o cinco metros de mí:
_ ¡ No se puede entrar a mi clase pasados los diez minutos de iniciada! ¡Esto lo sabe hasta Juancito! (Juan es el perro que desde hace tres años nos hace el honor de cuidarnos a nosotros y a la escuela viviendo sus días de vejez en todos los ámbitos del edificio y durmiendo en la cabina telefónica) ¡Por otra parte, -proseguí en tono iracundo- después de casi dos meses de clase, no tengo por qué tolerar que una persona que jamás he visto en mi vida entre como a su casa mientras los alumnos y yo estamos concentrados en una tarea, distrayéndonos e interrumpiéndonos sin el más mínimo pudor, sin pedir siquiera permiso, sin dar la más nimia de las explicaciones! ¡Nada!...
Hice una pausita para respirar, porque me había encendido de argumentos en contra de su intrusión, mini-lapso que el recién venido aprovechó rápidamente para replicar:
_ ¿Qué explicación quiere? Soy un alumno...
_ ¡No me consta! ¡No me consta! Usted puede decirme soy el alumno Pérez y como no figura en mi lista, ni lo he visto jamás puede resultar siendo un terrorista iraní...
El tipo se puso como loco.
_ ¡Yo no soy ningún terrorista iraní! ¡No le voy a permitir que me trate de terrorista! ¡Qué se ha creído! ¿Tengo cara de terrorista yo? ¡Yo no soy ningún terrorista!
_ ¡No me consta! ¡No me consta!
La situación se había tornado francamente ridícula, y yo empezaba a divertirme, por lo que había decidido no pedirle que saliera del aula. Mi consabida capacidad en el uso del sarcasmo y la exageración dramática estaba dando un resultado impredecible y de lo más estimulante.
_ ¿Cómo quiere que le conste si usted nunca me deja entrar?
_ Yo no lo he visto en mi vida
_ Pregúntele a ellos –con el brazo derecho describía un cuarto de círculo hacia donde estaban los alumnos de mi clase-.
Yo pretendía no reconocer a los integrantes de la clase como sus compañeros, argumentando que con alguna artimaña él podría haber logrado ciertas complicidades.
La situación era por lo menos un disparate.
_ ¡Terrorista iraní! ¡Terrorista iraní! ¡Yo trabajo de contratista en una obra para poner cañerías del gas en las veredas de Villa Catela y vengo acá a estudiar! ¡Yo soy un alumno de esta escuela!
_ Le repito que no me consta. No tengo ningún registro de su existencia.
_ Esperesé, esperesé, me parece que ahí la agarré ¿Cómo sabe usted que yo me llamo Pérez si dice que no le consta que soy un alumno?
_ Yo no sé que usted se llame Pérez
Su excitación era sólo comparable con la de Sherlock Holmes, a punto de descubrir la más importante de las pistas que lo conducirían al destrabe final.
_ ¡Usted lo dijo! ¡Usted lo dijo!
_ ¿Qué es lo que dije?
_ Dijo: “Usted puede decirme soy el alumno Pérez y como no figura en mi lista, ni lo he visto jamás puede resultar siendo un terrorista iraní...” ¡Jha! ¡La agarré! Si sabe mi apellido es porque me conoce, por lo tanto, soy un alumno y no un terrorista iraní.
Yo no podía reírme pero los compañeros sí. Mientras tanto él seguía diciendo con voz clara y valiente:
_ Pérez, Oscar Alfredo, sí señor.
No sé por qué lo imaginé recibiendo una corona de laureles y sonriendo para el fotógrafo de “El Gráfico” después de haber ganado alguna carrera automovilística en General Pico o en Ramallo junto a su hermano Juan, que no es el perro.

[6] Ver “Profesor multifacético”

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