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¿Será entretenido?
¡Oia! me estoy poniendo nerviosa...

Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

Sala de Profesores

Una de los elementos de la crisis psicológica que me filtró el año pasado es la de una leve anorexia nerviosa y el rechazo que me producen algunos alimentos: lo excesivamente dulce, lo excesivamente salado, lo muy condimentado, lo picante, en definitiva, todo aquello que tenga un sabor intenso o distintivo. El estado nauseoso es casi permanente y todo esto se acompaña con que no me gusta ver comer a los demás, que prefiero no hablar de comidas, no paso ni por la puerta de restaurantes, confiterías o rotiserías y perdón, pero debo dejar de escribir acerca de esto porque se me está instalando una tortuga en la boca del estómago. (¡Que nadie se preocupe! ¡Que no cunda el pánico! Estoy en tratamiento y como poco, pero mi dieta está balanceada y con respecto al quelonio, ya se irá)
Este síntoma es el que menos me ha preocupado porque en casa no hay alimentos que me mortifiquen, no acepto invitaciones a comer y los que me conocen saben que por ahora este tema no se toca. Así es que todo es relativamente sencillo. Puedo tomar café si es bueno y de filtro, cocacola, especialmente la que no tiene azúcar, por supuesto agua mineral y ocasionalmente algún té. (Me parece que estoy sugiriendo que se me puede ofrecer alguna salida que no pase de estos ingredientes; esto en el plano gastronómico solamente, lo demás está todo bien, por lo tanto: ¡Adelante!)
Todo iba sin tropiezos con esta cuestión ya que a la escuela se va a educar, hasta que alguien tuvo la maravillosa idea de recuperar una vieja tradición celebrada hace muchos años en el turno de la noche, consistente en que cada martes un docente por vez llevaba algo “rico” para consumir en el primer recreo. Ni aún en aquella época, en la que supuestamente tenía el cacumen más aceitado, entendía el sentido del ritual. La actividad en el turno vespertino comenzaba a las siete de la tarde, el primer recreo sobrevenía a las veinte y veinte y a esa hora, atiborrarse de masitas de confitería o tortas de chocolate me parecía un verdadero desatino ya que no era ni merienda ni cena, y solamente se contaba con poco más de diez minutos para esa deglución.
Ahora la circunstancia era parangonable, la actividad del turno tarde comienza a las trece y treinta y el timbre del primer recreo toca a las catorce cincuenta. Este horario no es de almuerzo ni de merienda, y el lapso para la ingesta golosa también es de escasos doce minutos.
Todo esto está dicho sin tener en cuenta lo que aprendí cuando era una nena leyendo un semanario de historietas que se llamaba “Gatito” y cuyo personaje principal, obviamente un gato parlante, supuesto director del impreso y muy astuto, aconsejaba a sus amigos que no comieran cuando desarrollaban tareas en la redacción de la publicación ya que “el trabajo digestivo disminuye la función intelectual”. Este argumento que describía luego desde el punto de vista fisiológico, (La revista era educativa como podrán apreciar) fue tomado por mí al pie de la letra por el resto de mi vida. Esta es la advertencia que formulo a mis alumnos cada vez que los veo en el salón de clase despacharse alfajores triples o tal vez una especie de trigo inflado de olor repugnante, o pellizcar sandwiches de salame que guardan en el bolsillo de la campera, o simplemente masticar chicle con ritmo hipnótico.
Aquella revelación de “Gatito” fue para mí el undécimo mandamiento, teniendo en cuenta que en aquellos tiempos también “iba al catecismo” con unas monjas italianas a las que sólo yo les entendía, especialmente cuando clamaban al cielo, casi al borde del desmayo, si les preguntaba por el significado del sexto.
También en aquellas clases de doctrina religiosa adquirí el concepto de pecado relacionado íntimamente con el castigo infernal y repasé una y otra vez los siete capitales, pasando necesariamente por el de la gula. En casa había un ejemplar de la Comedia de Dante ilustrado por Doré y si bien el castigo para los tragones no me parecía demasiado terrible, eso de pasarse la eternidad soportando unas lluvias y granizos que al contacto con la tierra se convierten en pestilencias repugnantes, no era para mí, y tal vez debería seleccionar entre los otros pecados para que mi residencia en el abismo –si es que eso llegara a ocurrir- fuera más doliente pero menos pedestre y ordinaria.
Pero retornando al apetito de mis colegas docentes debo decir que, si bien nunca logran acordar unánimemente para cuestiones como paros, medidas de protesta, recursos pedagógicos o actitudes frente a los alumnos, frente a la comilona marciana hubo alianza instantánea. Coincidencia absoluta no pudo registrarse porque estaba yo. No me opuse de viva voz, pero manifesté mis reparos con algunos sarcasmos que afortunadamente no recuerdo, y, cuando ignorándome como corresponde a todo detractor empedernido, comenzaron a confeccionar la lista de turnos, me retiré con la atención puesta en un llamado que no existía, pero a juzgar por mi apresuramiento, se trataba por lo menos de la Academia sueca.
Durante el resto de la semana olvidé el episodio, pero el siguiente martes, en el fatídico primer recreo, registré los preparativos en la presencia de pequeñas servilletas de papel con el logotipo de una confitería de las adyacencias.
Elsa P. entró sosteniendo sobre sus dos palmas, como ofrenda a algún dios pagano, una bandeja de cartón con pastelitos de dulce y pequeñas porciones de pasta frola. Los docentes que rodeaban la mesa profirieron una sensual exclamación y estiraron sus manitas, que me parecieron todas regordetas, hacia la fuente de todos los placeres. Me retiré en silencio y con sonrisa perdonavidas.
Una vez en pasillo me di cuenta que estaba absolutamente sola y que no había un lugar en el que pudiera restañar mi cabeza de una clase para la otra. Comencé a castigarme por mi antipática actitud, reprochándome con insistencia el retorcimiento del marote, el airecito de superioridad que asumo en situaciones que no sé manejar y la incapacidad de tolerar las diferencias, aún cuando predico diariamente en ese sentido; en fin, me sancioné y sentencié a la mortificación. Pedí un café en la cocina que inmediatamente me propinó una eficaz acidez de estómago.
Volví al aula con la preocupación de volver a enfrentar la comilona la semana siguiente y me propuse ignorarla. Pero el hombre propone... (No vuelvo a hablar de cuestiones religiosas porque me las voy a terminar creyendo).
El próximo martes me desafié a permanecer en la antedicha sala docente sin pronunciar palabra alguna y fui derrotada.
_ ¿Cuándo se van a decidir a alimentar el espíritu?
Así comencé a la vez que observaba húmedas migas de budín hamburgués y enchocolatados dientes mostrándose sin pudor alguno. Ni siguiera recibí muchas miradas. Insistí, poniéndome verdaderamente pesada:
_ ¿Hasta cuándo sigue la instalación de la Carpa Blanca?
Seguramente no me respondían porque son personas educadas y saben que no es de buenos modales hablar con la boca llena. El nuevo y solitario rumor de masticaciones y suspiros, comenzó a alejarme del lugar del hecho. Cuando empezó el detalle de la receta me retiré, esta vez al baño, a mojarme las muñecas y las sienes.
Cierto martes, día previo a una anunciada huelga docente, se declaró la ampliación del ayuno a todos los maestros del país para acompañar moralmente a los que hacía más de un año se relevaban en la imponente carpa blanca. Preparé el más sofisticado instrumental óptico para examinar con actitud científica la respuesta que mis colegas iban a dar a la invitación del sindicato.
Llegué temprano a la escuela, antes de la una y ya fue suficiente para sorprender a una profesora de matemática hincar el diente de chaflán (los de adelante deben ser falsificados) al estribor de un enorme sandwich de milanesa recién comprado en el buffet. Como esta compañera (¿compañera?) no es santo de mi devoción, me resultó imposible sofrenar mi recordatorio al día de ayuno.
_ Estoy despierta y con nada en el estómago desde las seis de la mañana.- me contestó como si realmente me estuviera dando una respuesta.
Comencé entonces por reparar en cierta giba de grasa que detentaba en la espalda, justo debajo del cuello, y no pude menos que homenajear a los pundonorosos y esforzados camellos tan entregados a su misión profesional. Pensé en continuar con alguna insistencia con la cuestión central de mi día pero la fricción de sus piezas dentarias triturando el citado emparedado me hizo retroceder casi hasta el playón de estacionamiento.
Calculé mentalmente el tiempo de la ingestión de la profesora antes de reingresar a la sala de profesores al menos para registrar mi firma en la planilla de asistencia.
Estuve las dos primeras horas de clase con una importante inquietud acerca de cuál debería ser mi actuación en el recreo de marras si aparecía algún alimento sólido sobre la mesa. _Estas mujeres son capaces de traer licuado de banana con leche para no romper la tradición_ pensé, mientras me reprochaba tanta preocupación al respecto.
Sonó el timbre. Las palpitaciones se condensaron en el medio de mi pecho, recogí lentamente mis útiles del escritorio, dejé salir hasta el último de los alumnos antes de encarar el regreso a la sala de mis intrigas, por el larguísimo pasillo, y finalmente, con un ligero aturdimiento me dirigí con el paso más firme posible a enfrentar la hora de la verdad.
Al doblar frente a la Regencia, me pareció que no registraba la habitual algarabía. Me detuve para precisar la percepción. No alcanzaba a escuchar lo que estaban diciendo, pero las tonalidades eran de encendida desaprobación. Mi corazón rebotó de alegría; ¡Sí! Cierto esclarecimiento había sobrevenido; si la jornada era de pasiva protesta, ellas la estaban acatando. Dispuesta a la más incondicional reconciliación, ingresé sin dudarlo. La mesa estaba vacía y mis sospechas se habrían confirmado si no hubiera alcanzado a diferenciar la voz de Alcira diciendo:
_ ¡Qué viva! A Marita se le ocurre faltar justo cuando le tocaba a ella traer la comida.
Enmudecí. Esa vez creí que sería para siempre.

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